Introducción
Mientras el Yacovsky cursaba sus estudios postgraduados en Heidelberg, Alemania, unos amigos doctores de la Biblia le contaron que habían encontrado algunos manuscritos en la Mezquita de Santa Sofía en Estambul, Turquía y en el Vaticano en Roma. Los doctores agregaron que dos sacerdotes habían sido asesinados por haber permitido el acceso a esos documentos sin permiso de las autoridades pertinentes. Jacob procedió a pedir permiso a la persona que lo podía dar, a un familiar cercano al Presidente de Turquía. Se le permitió la entrada al Top Kapi Saray a través del Dr. Kemal Zig, director del museo.
Allí yacían 54 volúmenes que medían 2.5 pies de ancho, 4 pies de largo y 2.5 pies de espesor. Cada volumen debía ser levantado entre dos hombres debido a su peso. Dos grupos de guardias, uno fuera y otro dentro, protegían estos volúmenes muy importantes, entre los cuales se contenía el manuscrito en latín del informe de Poncio Pilatos, en el cual se relataba el juicio y la crucifixión de Jesucristo.
El reporte fue traducido primeramente al inglés y también al español, utilizando diccionarios internacionales disponibles y el contexto histórico, al igual que la riqueza literaria del español. Dice así.
Reporte de Pilatos
A: Tiberio César, Emperador de Roma
Noble Soberano, Saludos:
Los eventos de los últimos días han sido de tal magnitud que te daré los detalles de lleno, así como ocurrieron. Ya que no debo sorprenderme si, en el transcurso del tiempo, estos puedan cambiar el destino de nuestra nación, al parecer que todos los dioses han dejado de ser funcionales.
Estoy casi listo a declarar, “Maldito el día que sucedí a Velario en el gobierno de Judea,” ya que desde entonces, mi vida ha sido una de continua intranquilidad y aflicción.
A mi llegada a Jerusalén, tomé posesión del Pretorio y ordené que una espléndida fiesta fuese preparada, a la cual invité al Tetrarca de Galilea con el sumo sacerdote y sus oficiales. A la hora citada, ninguno de los invitados apareció. Este suceso lo consideré como un insulto a mi dignidad y al gobierno completo, al cual represento.
Unos días después, el sumo sacerdote me honró con una visita. Su conducta era un tanto obscura y engañosa. Pretendió que su religión le prohibía a él y a sus oficiales el sentarse a la mesa de los romanos y comer y ofrecer libación con ellos. Pero esto era sólo un parecer de santurrón, ya que su propio rostro engañaba su hipocresía, a pesar de que pensé adecuado el aceptar su excusa. En aquel momento me convencí de que los conquistados se habían declarado ellos mismos enemigos de los conquistadores, y le advertiría a los romanos a estar atentos a los sumos sacerdotes de esta nación. Ellos engañarían a su propia madre para ganar terreno y así poder obtener ganancia y lujos.
Me parece que de las ciudades conquistadas Jerusalén es la más difícil de gobernar. Su gente es tan turbulenta que temo constantemente una insurrección. No tengo soldados suficientes para contener tal oposición. Tengo sólo un centurión y cien hombres a mi cargo. Envié por refuerzos al Prefecto de Siria quien me informó que no tenía suficientes tropas ni siquiera para defender su propia provincia, muestra de la insaciable sed de conquistar y extender nuestro imperio más allá de los medios para defenderlo.
Temo que iré hasta el mismo costo del derrocamiento de nuestro gobierno. Vivo escondido de las masas, ya que temo que esos sacerdotes puedan influenciar las masas o a los rebeldes para ello. A pesar de esto, me esforcé en ser asertivo, lo más que pude, para conocer la mente y situación de su gente.
Entre los varios rumores que a mis oídos llegaron, hubo uno en particular que atrajo mi atención. Un hombre joven, se dijo, que apareció en Galilea predicando con noble efusión y unción, una nueva ley en el nombre de Dios quien lo envió.
Al principio estuve temeroso que su designio fuese el de agitar a los romanos, pero mis temores se disiparon prontamente. Jesús de Nazaret habló más como amigo de los romanos que de los judíos.
Un día, al pasar por el lugar de Siloé donde se reunía gran congregación de personas, observé en medio del grupo un joven recostado de un árbol, el cual se dirigía, con mucha calma, a la multitud. Me dijeron que este era Jesús. Lo hubiera sospechado fácilmente. Era notable la diferencia entre él y la multitud que lo escuchaba. Su barba y cabello dorado le daba a su apariencia una de aspecto celestial. ¡Jamás había visto hombre más hermoso! Parecía como de 30 años de edad. ¡Nunca había yo visto tan calmado y dulce semblante! Qué contraste había entre él y su audiencia, la cual tenía barba y pelo negro con tez morena y tostada. Aún era él rubio y de ojos azules y la mayoría de los demás eran de pelos oscuros y ojos marrones.
Renuente a interrumpirle con mi presencia, continué mi caminar pero le indiqué a mi secretario que se añadiera al grupo y escuchara.
El nombre de mi secretario es Manlio, nieto del jefe de los conspiradores los cuales acamparon en Etruria esperando a Catalino. Manlio ha sido habitante de Judea por mucho tiempo y conoce a fondo el lenguaje hebreo. Él es fiel a mí y merece mi confianza.
Al entrar al Pretorio, encontré a Manlio, el cual me narró las palabras pronunciadas por Jesús en Siloé. Nunca había leído en los escritos de los filósofos algo que se pudiera comparar a los principios y premisas de gran autoridad de Jesús.
Uno de los judíos rebeldes, numerosos en Jerusalén, le preguntó a Jesús si era lícito dar el tributo a César. Él respondió, “Dad al César las cosas que pertenecen a César y a Dios las cosas que son de Dios.”
Fue por cuenta de la sabiduría de sus dichos que permití gran libertad al Nazareno, porque en mi poder estaba arrestarlo y exiliarlo al Ponto. Pero esto hubiese sido contrario a la justicia, la cual siempre ha caracterizado al Gobierno Romano en sus relaciones con los hombres.
Este hombre no era ni sedicioso ni rebelde; le extendí mi protección, aunque quizá él lo ignoraba. El no supo que lo protegí y le asigné de tres a cinco soldados las 24 horas del día. Él tuvo la libertad de obrar, hablar, reunirse y dirigirse a las gentes, al igual que escoger sus discípulos sin restricciones de ningún mandato pretoriano.
Si sucediera esto, que los dioses impidan la profecía; si sucediera esto, digo yo, que la religión de nuestros ancestros fuese suplantada por la religión de Jesús, será por esta noble tolerancia que Roma deba a su muerte prematura, mientras que yo, miserable, he sido el instrumento de lo que los judíos llaman Providencia y nosotros Destino.
La libertad sin límites dada a Jesús provocó a los judíos. ¡No les gustó en nada! No los pobres, pero sí los ricos y poderosos; ellos lo odiaban. Es verdad; Jesús era severo con y para los últimos. Y esto tenía una razón política, en mi opinión, por no haber restringido la libertad del Nazareno. “¡Escribas y fariseos,” él les decía, “ustedes son una raza de víboras! Se parecen a sepulcros blanqueados; parecen estar bien delante de los hombres pero tienen muerte dentro de ustedes.”
En otras ocasiones él miraba con desprecio las limosnas de los ricos y orgullosos, diciéndoles que las migajas de los pobres eran más valiosas en los ojos de Dios.
Diariamente se hacían querellas en el Pretorio en contra de la insolencia de Jesús. Nunca dejaron de perseguirlo. Aún me indicaron que algo malo le acontecería; que no sería la primera vez que Jerusalén hubiese apedreado a aquellos que se llamaban profetas.
Apelo al César, de cualquier modo. Mi conducta fue aprobada por el Senado y fue prometido un refuerzo luego de terminar la guerra del Partenón.
Siendo incapaz de suprimir la insurrección, resolví adoptar medidas que prometían restaurar la tranquilidad de la ciudad sin exponer al Pretorio, meramente haciendo una concesión.
Le escribí a Jesús pidiendo una entrevista con él en el Pretorio. El vino. Sabes que en mis venas corre una sangre española mezclada con romana, tan incapaz de tener miedo como de tener sentimientos de flaqueza. Cuando el Nazareno entró, me encontraba caminando en el balcón del patio interior y mis pies parecían sujetarse al piso de mármol con una mano de hierro. Y temblé en todas mis extremidades como lo hace un acusado culpable, a pesar de que el Nazareno estaba tan en calma como la inocencia misma.
Al acercarse a mí, se detuvo y con una señal pareció decirme, “Estoy aquí,” a pesar de que no profirió palabra alguna.
Por un tiempo lo contemplé con admiración, con asombro, su tipo extraordinario de hombre; un tipo no conocido de nuestros numerosos pintores quienes le han dado forma y figura a todos los dioses y héroes. No había nada de él que fuera repugnante en su carácter, y aún así me sentí tembloroso y atemorizado de acercarme a él. “Jesús,” le dije finalmente y luego mi lengua se turbó. “Jesús de Nazaret, por los últimos tres años te he dado amplia libertad y expresión; y no me arrepiento. Tus palabras son aquellas de un hombre sabio y prudente. No sé si quizás hallas leído a Sócrates o Platón, pero esto sí sé, que existe en tus discursos una simplicidad majestuosa que sobrepasa por mucho a esos filósofos. El emperador está informado y yo, su humilde representante en este país, estoy contento de haberte permitido la libertad de la cual eres tan merecedor. No obstante, no te esconderé que tus discursos han levantado contra ti enemigos poderosos y empedernidos. Ni tampoco es sorpresa. Sócrates tuvo sus enemigos y fue víctima de sus odios. Los tuyos están obviamente irritados contigo por tus discursos, los cuales son severos en contra de su conducta y están en mi contra y de la libertad que te he permitido. Ellos aún me acusan de estar indirectamente de acuerdo contigo con el propósito de quitarle a los hebreos el poco poder civil con el cual los romanos les han dejado. Mi pedido es, y no digo mi orden, que seas más prudente y moderado en tus discursos en el futuro y más considerado de aquellos; no sea que toques el orgullo de tus enemigos y se levante contra ti el populacho estúpido, obligándome a utilizar el instrumento de la ley.”
El Nazareno respondió en calma: “Príncipe de la tierra, tus palabras no provienen de verdadera sabiduría. Di a las aguas de las cascadas que paren en medio del desfiladero de la montaña; ¡arrancarían los árboles en el valle! Los torrentes te responderían que obedecen a las leyes de la naturaleza y al Creador. Ciertamente, te digo, antes que ésta Rosa de Sarón florezca, la sangre del Justo será derramada.”
Así que predijo su propia muerte. “Tu sangre no será derramada,” dije yo con profunda emoción. “Tú eres más preciado, en mi opinión, por tu sabiduría, que todos los turbulentos y orgullosos fariseos quienes abusan de la libertad dada por los romanos. Ellos conspiran contra César y convierten la belleza en miedo, enseñando a los indoctos que César es un tirano y que busca su ruina. ¡Insolentes miserables! Ellos no se percatan que el lobo del Tiber se viste a veces con las pieles de las ovejas para llevar a cabo sus designios malvados. Yo te protegeré de ellos. Mi Pretorio será para ti un asilo sagrado de día y de noche.”
Jesús sacudió su cabeza sin advertencia y dijo con voz solemne, “Cuando el día haya venido, no habrá asilo para el hijo del hombre, ni en la tierra ni debajo de la tierra. El asilo de los justos es allá,” señalando a los cielos. “Lo que está escrito en los libros de los profetas debe cumplirse.”
“Joven,” le contesté suavemente, “me obligarás a convertir mi pedido en una orden. La seguridad de la provincia, la cual ha sido delegada a mi cuidado, lo requiere. Debes observar moderación en tus discursos. No infrinjas mi orden. Sabes las consecuencias que puedes acarrear. Adiós.”
“Príncipe de la tierra,” Jesús respondió otra vez, “yo no vengo a traer guerra al mundo sino la paz, el amor y la caridad. Me gustaría traer paz, amor y la caridad. Nací el día en que Augusto César trajo paz al mundo romano. Las persecuciones no procedieron de mí. Lo acepto de los demás y estaré en obediencia a la voluntad de mi Padre, el cual me ha mostrado el camino. Así que, refrena tu mundana prudencia. No está en tu poder arrestar la víctima al pie del tabernáculo de expiación.” Y diciendo así, desapareció como una sombra luminosa detrás de las cortinas del balcón, para mi alivio, porque sentí una carga pesada en mí de la cual no me podía librar mientras estuve en su presencia.
A Herodes, al cual recuperaron en Galilea, los enemigos de Jesús se dirigieron sin mucho poder para descargar venganza sobre el Nazareno. De Herodes haber consultado sus propias inclinaciones, hubiese ordenado la muerte de Jesús inmediatamente. Pero al estar muy orgulloso de su dignidad real, no consintió en cometer un acto que hubiese rebajado su influencia con el Senado, o, al igual que yo, temía a Jesús. Nunca será provechoso para un oficial romano el estar atemorizado por un judío.
Antes de esto, Herodes me citó en el Pretorio, y al levantarse para irse, luego de una conversación insignificante, me preguntó sobre mi opinión acerca del Nazareno. Le contesté que Jesús me parecía uno de esos grandes filósofos que las grandes naciones algunas veces producen; que sus doctrinas no eran, bajo ningún concepto, sacrílegas, y que la intención de Roma era retenerle esa libertad de expresión, la cual era justificada por sus acciones. Herodes sonrió maliciosamente, saludándome con un respeto irónico al marcharse.
La gran fiesta de los judíos se acercaba, y mi intención era la de aprovechar y sacar partido a las fiestas populares, las cuales se manifiestan en la solemnidad de la Pascua. La ciudad estaba inundada de un populacho tumultuoso, el cual daba voces para la muerte del Nazareno.
Mis emisarios me informaron que los tesoros del templo se empleaban para sobornar la gente; ¡sobornando la gente con los tesoros del templo! El peligro asechaba.
Un centurión romano fue insultado. Le escribí al Prefecto de Siria para la aprobación de cien soldados de a pie y por cualquier cantidad de efectivos de caballería que pudiese enviarme. Él declinó. Me vi solo con un manojo de soldados veteranos en medio de una ciudad rebelde; muy débil para suprimir una revuelta y sin tener otra alternativa que tolerarlo.
Ellos se apoderaron de Jesús y lo capturaron. La turba sediciosa no tenía nada que temer del Pretorio, creyendo, como sus líderes les habían indicado, que yo me había hecho de la vista gorda a sus actos sediciosos. Ellos vociferaban, “¡Crucifícale, crucifícale!”
Tres partidos poderosos se combinaron a una en esos momentos contra Jesús. Primero, los herodianos. Los saduceos, quienes su conducta sediciosa parecía provenir de doble motivación, odiaban al Nazareno y estaban impacientes por el yugo romano. Ellos nunca me perdonaron por haber entrado a la ciudad santa con banderas y estandartes portando la imagen del emperador romano. A pesar de que en esta ocasión cometí un error fatal, aún así aquél sacrilegio no parecía menos atroz en sus ojos.
Además, otra ofensa les irritaba su ser. Propuse utilizar parte del tesoro del templo para construir edificios para uso público. Mi propuesta fue despreciada.
Los fariseos eran los enemigos confesados de Jesús. A ellos no les interesaba el gobierno. Ellos llevaron agriamente los regaños severos los cuales les propinó Jesús dondequiera que iba, por espacio de tres años. Tímidos y temerosos de actuar por su propia cuenta, se acogieron a las disputas de los herodianos y los saduceos.
Además de estos tres partidos, he contendido contra el populacho libertino y descuidado el cual siempre tuvo la disposición de unirse en sedición contra el profeta, resultando en desorden y confusión.
Jesús fue arrastrado ante el sumo sacerdote y condenado a muerte. Entonces el sumo sacerdote Caifás ejecutó su gran acto de sumisión: envió a su prisionero a mí para confirmar su condenación y asegurar su ejecución. Le respondí que Jesús era galileo y que el asunto correspondía a la jurisdicción de Herodes y ordené que le enviaran allá.
El villano Tetrarca profesó humildad y protestó su diferencia de opinión a la del teniente de César. Encomendó el destino del hombre a mis manos.
De pronto mi palacio asumió el aspecto de una ciudadela sitiada. Jerusalén estaba inundada con multitudes de las montañas de Nazaret. Toda Judea pareció desbordarse en la ciudad.
Tomé una esposa de entre los galos, la cual pretendía prever el futuro. Acongojada y tirándose frente a mí, me dijo, “Cuidado, cuidado; no toques a ese hombre porque es santo. Anoche lo vi en una visión; él caminaba sobre las aguas. Él volaba en las alas del viento. Él le habló a la tempestad y a los peces del lago y todos le obedecieron. He aquí los torrentes del Monte Cedrón están llenos de sangre. Las estatuas de César están llenas de demonios. Las calderas del tiempo cedieron y el sol se oscureció tristemente con el aspecto de nave y tumba. ¡O, Pilatos, el mal te espera si no escuchas las súplicas de tu esposa! ¡Espántese el camino del Senado Romano y espántense los ceños del César!”
Ya para ese momento el mármol de las escaleras gemía bajo el peso de la multitud. El Nazareno fue traído a mí de nuevo. Procedí por los pasillos de la Justicia, seguí la guardia, y pregunté a la gente, en tono severo, qué demandaban. Ellos demandaban la muerte del Nazareno; ese fue su pedido.
“¿Por qué crimen?,” pregunté.
“él ha blasfemado, él ha profetizado la ruina del templo. El se llama a sí mismo el Hijo de Dios, el Mesías, y el Rey de los Judíos.”
“La justicia romana,” dije, “no castiga esas ofensas con muerte.”
“¡Crucifícale!; ¡crucifícale!,” gritaban los rebeldes implacables. El grito de la turba airada sacudió el palacio desde su fundamento.
Pero había uno que parecía estar en calma en medio de tan vasta multitud. Era el Nazareno.
Luego de muchos intentos infructíferos para protegerlo de la furia de sus perseguidores sin misericordia, adopté una medida, la cual por el momento me pareció la única que podía salvar su vida. Propuse, como era su costumbre, dejar en libertad un prisionero en estas ocasiones; dejar ir a Jesús y liberarlo para que fuese el “chivo expiatorio” como ellos le llamaban. Pero ellos dijeron: “Jesús debe ser crucificado.”
Luego les hablé de la inconsistencia de su curso de acción, que era incompatible con sus leyes, mostrándole que ningún juez de justicia criminal pasaría sentencia en un criminal a menos que el criminal ayunara un día completo. Y esperaba refuerzos. Y que la sentencia debería tener la aprobación del Sanedrín y la firma del presidente de la corte. Que ningún criminal podía ser ejecutado el mismo día que fue sentenciado o cuando la sentencia se fijó. Además, el día siguiente, en el día de su ejecución, era requerido del Sanedrín que revisara el proceso legal completo. De acuerdo a su ley, un hombre se colocaba a la puerta de la corte con una bandera. Otro, a una corta distancia a caballo, el cual anunciaba a gran voz el nombre del criminal, su crimen, los nombres de los testigos y si alguien podía testificar en su favor. El prisionero, en su camino a la ejecución, tenía el derecho a tornarse tres veces para alegar algo nuevo en su favor.
Insistí en esos argumentos, esperando que ellos se pudieran doblar en sujeción, pero todos gritaron, “¡Crucifícale!; ¡crucifícale!”
Entonces ordené que azotaran a Jesús, esperando que esto los satisficiera, pero solo logré que su ira creciera aún más. Entonces envié a que me trajesen una vasija con agua y lavé mis manos en presencia de las multitudes tumultuosas, testificando así que, en mi juicio, Jesús de Nazaret no había hecho nada para merecer muerte. Pero en vano. Era por su vida que bramaban esos miserables. ¡Los judíos querían a Jesús muerto!
No presté ningún soldado para crucificarlo, ¡ni uno solo! Ellos tenían que crucificarlo, y los judíos lo crucificaron.
Muchas veces en nuestras conmociones civiles he presenciado la ira furiosa de la multitud, pero nada se puede comparar con lo que presencié en esta ocasión. Bien se hubiese dicho que los fantasmas de las regiones eternas estaban todos reunidos en Jerusalén.
La multitud no parecía caminar, sino que parecía levantarse de la tierra en un remolino que se enrollaba en vivas ondas desde patio del Pretorio, aún hasta el Monte de Sión, con gritos aullantes, chillidos y voces fuertes de una manera que jamás había oído antes, ni en las sediciones de los panteístas ni en los tumultos del Foro.
Por grados, el día se fue oscureciendo como el crepúsculo invernal, tal como sucedió durante la muerte del gran Julio César. Fue parecido a las Idas de Marte. Yo, el gobernador continuo de la provincia rebelde, estaba apoyado en contra de una de las columnas del balcón, contemplando la mala penumbra de estos tártaros arrastrando al inocente Jesús a la ejecución.
A mi alrededor todo estaba desierto. Jerusalén había vomitado sus habitantes a través de la puerta del funeral que lleva a Getsemaní. Un aire de desolación y tristeza me envolvió. Mis guardias se unieron a la caballería y el centurión, bajo la aparente destitución de poder, se dispuso a mantener el orden.
Me dejaron solo. Mi roto corazón me amonestó que lo que sucedía, el momento, pertenecía más a un acontecer histórico de los dioses y no a algo humano.
Un fuerte clamor se escuchaba procedente del Gólgota, el cual se elevó en el viento, pareciendo anunciar agonía tal cual jamás habían escuchado oídos mortales. Nubes oscuras bajaron sobre el pináculo del Templo y, acomodándose sobre la ciudad, la cubrieron con un velo. Espantosas fueron las señales que vio el hombre, pero en los cielos y en la tierra un dinámico abandono reportó haber explicado que, o el autor de la naturaleza está sufriendo, o que el universo se está cayendo en pedazos.
Esta es mi explicación personal, Poncio Pilatos, de los hechos ocurridos en Jerusalén en el momento en que Jesús fue arrestado y crucificado.
Mientras estos sucesos repulsivos sucedían, hubo un terremoto espantoso en las regiones bajas, el cual llenó a todos de miedo y asustó a los judíos supersticiosos casi al punto de la muerte.
Se dice que Belasasar, un judío anciano y educado de Antioquía, fue encontrado muerto luego de la excitación. Si murió de rebato o pena, no se sabe. El era un amigo fuerte del Nazareno.
Cerca de la primera hora de la noche, me cubrí con mi manto y caminé hacia la puerta del Gólgota. El sacrificio fue consumado. La multitud volvía a casa, aún agitada, es la verdad; pero apenada, apesadumbrada y desesperada. Lo que habían visto los había llenado de terror y remordimiento.
Vi además pasar a mi pequeño cohorte romano sollozando, y el portaestandarte había cubierto su águila en muestra de pena.
Escuché a algunos de los soldados judíos, quienes crucificaron a Jesús, gemir con palabras extrañas, las cuales no pude entender. Otros contaban milagros como aquellos que muy a menudo aturdían a los romanos por la voluntad de los dioses.
A veces, algunos grupos de hombres y mujeres paraban en el camino, mirando hacia atrás al Monte Calvario. Permanecían inmóviles en la esperanza de que un nuevo prodigio sucediese. Y me sentí alegre de no haber prestado ni un soldado del Pretorio para participar en la crucifixión de Jesús.
Volví al Pretorio, pensativo. Al subir los escalones de las escaleras, las cuales todavía llevaban la sangre del Nazareno, pude notar a un hombre anciano en postura suplicante, y detrás de él algunos romanos en lágrimas. El anciano se echó sobre mis pies y lloró muy amargamente. Es doloroso ver un anciano llorar y mi corazón estaba sobrecargado de pena; nosotros, aunque extranjeros, lloramos juntos. En verdad pareció que las lágrimas fuesen superficiales, pero ¡nunca, en tan vasto concurso de gentes, había presenciado tan repentino cambio de sentimientos!
Aquellos que lo traicionaron y lo vendieron, aquellos que testificaron en su contra, aquellos que gritaron, “¡Crucifícale, tenemos su sangre!,” todos se escabulleron como perros de mala raza, cobardes, y se lavaron sus dientes con vinagre.
Como he sido informado que Jesús enseñó acerca de la resurrección y la separación después de la muerte, de ese hecho, estoy seguro, se comenzó a hablar en esta vasta multitud.
“Padre,” dije yo luego de controlar mis emociones, “¿quién eres y cuál es tu petición?”
“Yo soy José de Arimatea,” replicó él, “y he venido a implorarte de rodillas, el permiso para enterrar a Jesús de Nazaret.”
“Tu oración es concedida,” le dije. Al mismo tiempo, ordené a Manlio a tomar algunos soldados consigo para supervisar la sepultura, para que no fuese profanada o perturbada por ningún judío.
Unos días después, el sepulcro se encontró vacío. Los discípulos proclamaron a través de toda la nación que Jesús había resucitado de entre los muertos como había dicho antes. Esto creó más conmoción que la crucifixión. Y a la verdad no puedo asegurar, pero he investigado acerca de lo sucedido. Puedes examinar tú mismo y ver si estoy en falta, como lo ha dejado ver Herodes.
José enterró a Jesús en su propia tumba. Ya sea que contemplaba su resurrección o que luego le cavaría otra tumba en la piedra, no puedo decir.
El día después de su sepultura, uno de los sacerdotes vino al Pretorio y dijo que temía que los discípulos de Jesús intentaran robar su cuerpo y lo escondieran, de manera que pareciera que resucitó de los muertos como había dicho, de lo cual estaban plenamente convencidos sus discípulos.
Lo envié al capitán de la guardia real, Malco, para decirle que tomase el lugar de los soldados judíos y para asignar a tantos como fuese necesario alrededor del sepulcro. Así pues, si algo sucediese, ellos podrían culparse ellos mismos y no a los romanos.
Cuando sobrevino la gran conmoción acerca del sepulcro vacío, sentí una preocupación aún más profunda que antes.
Envié a buscar a Malco, quien me dijo que había colocado su teniente, Ben Ischam, con cien soldados alrededor del sepulcro. Me dijo que Ischam y los soldados estaban bastante alarmados de lo que había ocurrido allí esa mañana.
Envié a buscar a Ischam, quien me relató, en lo que puedo recordar, las siguientes circunstancias: Dijo que como al comienzo de la cuarta vigilia, vieron una luz delicada y hermosa sobre el sepulcro. Primero pensó que las mujeres habían venido a embalsamar el cuerpo de Jesús, como era su costumbre, pero que no pudo ver cómo habían podido pasar a través de los guardas.
Mientras esos pensamientos pasaban por su mente, he aquí todo el lugar se iluminó y apareció una multitud de los muertos que salían de las tumbas con sus ropas sepulcrales. Todos parecían gritar y estar llenos de éxtasis, mientras que a todo su derredor se escuchaba la música más bella que jamás hubiese escuchado. Eran ángeles que aparecieron, y todo el aire parecía estar lleno de voces alabando a Dios.
Luego la tierra pareció dar vueltas y desmayaron. El piso se sentía tan suave que parecía que estuviesen andando en agua. Se sintió enfermo y desmayó al no poder mantenerse de pie. él reclamó que la tierra le pareció nadar de entre sus pies y sus sentidos lo abandonaron, de tal manera que no supo lo que ocurrió.
Le pregunté cuál era su condición al venir en sí. Me contestó diciendo, “Estuve tirado con mi rostro en tierra.”
Le pregunté si quizá pudo haberse equivocado en cuanto al resplandor. “¿No fue acaso que rayaba el alba en el este?”
Me dijo que al principio había pensado en eso, pero que al tiro de una piedra estaba extremadamente oscuro. Entonces recordó que era muy temprano como para rayar el alba.
Le pregunté si su mareo se debió a que despertó de repente, lo cual a veces causa ese efecto.
Me dijo que no estaba dormido y que no había dormido en toda la noche; la pena por dormir en servicio era pagada por muerte para un soldado romano. Me dijo que había dejado a algunos soldados dormir en aquel momento y que otros estaban despiertos. En esos momentos, algunos dormían.
Le pregunté cuánto había durado la escena. Me dijo que no sabía, pero pensó que había durado alrededor de una hora. Me dijo que el resplandor se había ido al llegar la luz del día.
Le pregunté si había ido al sepulcro de algún otro cuando volvió en si.
Me dijo: “No, porque tuve miedo. Sólo que tan pronto vino el reemplazo, todos nos fuimos a nuestros dormitorios.”
Le pregunté si había sido cuestionado por alguno de los sacerdotes, y dijo que sí. Ellos le preguntaron y querían que dijese que hubo un terremoto. Y ellos querían que dijese que estaban durmiendo. Le ofrecieron dinero, el cual no tomó, para decir que sus discípulos habían venido y robado el cuerpo de Jesús. Pero él no vio los discípulos, así que no tomó el dinero. él no sabía que el cuerpo de Jesús no estaba en la tumba hasta que alguien se lo dejó saber más adelante.
Le pregunté acerca de su opinión personal de esos sacerdotes con quienes él había conversado. Me dijo que algunos de ellos, mientras conversaban, pensaron que Jesús no era hombre, que Jesús no era el hijo de María; que él no era el mismo que fue dicho haber nacido de una virgen en Belén.
Además dijeron que algunas de esas personas que estuvieron en el sepulcro con sus ropas fúnebres habían estado en la tierra antes de Abraham y Lot y otros habían estado muchas veces con los profetas e muchos lugares. Esa fue su discusión.
Me parece que, si la teoría judía es verdadera, esas conclusiones son correctas, porque concuerdan con la vida de este hombre según como fue conocido y testificado tanto por amigos como enemigos. Porque los elementos estaban en sus manos como el barro en manos del alfarero. Él pudo convertir agua en vino, pudo cambiar muerte en vida, enfermedades en salud. Pudo calmar los mares; pudo enmudecer las tempestades. Pudo llamar a peces con monedas de plata en sus bocas. ¿Qué más evidencia quieres que muestre?
Ahora digo, si él pudo hacer todo esto lo cual hizo y mucho más que los judíos todos testifican, y fue haciendo todo esto lo que creó enemistad en su contra, entonces no se le cargó con ofensas criminales, ni con violaciones de ley, ni de haber hecho mal a alguno. Todos esos hechos son conocidos por miles, además de sus amigos y enemigos. Estoy casi listo a decir, como dijo Manlio en la cruz, “¡Verdaderamente este era el hijo de Dios!,” una expresión oportuna de un soldado romano.
Ahora, noble soberano, estos son los hechos más cercanos a la realidad a los cuales puedo llegar. He pasado por mucho dolor para hacer este testimonio tan verdadero como para que puedas juzgar mi conducta del todo, ya que he escuchado a Antipas decir muchas cosas duras de mí acerca de este asunto.
Con mi promesa de fe y buena voluntad a mi noble soberano, tu siervo más obediente.
Poncio Pilatos
Gobernador de Judea
© 1998, Ronnie Rodríguez, para la traducción en español y cualquier análisis o comentario no directamente relacionado con la traducción. Texto traducido y adaptado del libro en inglés.
Referencias Bibliográficas
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De Reina, C. & De Valera, C. (1960). La Biblia. Editorial Vida: Florida. Varios pasajes del viejo y nuevo testamento.
Del Valle, Julio. (1997) Entre la mesura y la desmesura. La medida humana como problema: De Sófocles a Platón.. Publicación del Instituto Riva Agüero (IRA), No.163. Pontificia Universidad Católica del Perú. Internet. En Línea. Disponible http://macareo.pucp.edu.pe/~czavala/ Julcom.html. Para información en cuanto a la muerte de Sócrates.
Jacovsky, F. J. (1978). I and Thy People. Sar Sholem of Jerusalem: Florida. Libro original en inglés.
Villa Sánchez, J. A. (1997). El Entorno de Jesús. Internet. En línea. Disponible en http://www.valladolid.edu.mx/pastoral/poncho/ tema4.htm. Comentarios sobre el Sanedrín y datos políticos de Judea en el tiempo de Roma.